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revista de divulgación del Instituto de Astrofísica de Andalucía
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¿Por qué no hemos vuelto a la Luna?
El 23 de enero de 1960, Jaques Piccard y Don Walsh, a bordo del batiscafo Trieste, se convirtieron en los primeros seres humanos en posarse sobre el lecho marino más profundo del planeta en plena fosa de las Marianas. Nadie volvió a visitar este marciano paisaje submarino, a más de diez mil metros de profundidad, hasta cincuenta y dos años después. Pero durante ese medio siglo nadie puso en duda la veracidad de la expedición original. Nadie esgrimió con malicia: “si es verdad que hemos visitado la fosa de las Marianas, ¿por qué no hemos vuelto?”. En cambio, por alguna razón, es una de las “pruebas irrefutables” favoritas de los que defienden que el viaje a la Luna -ocurrido nueve años después- fue un cuento orquestado por el gobierno americano. Como si no volver a un lugar fuera la evidencia manifiesta de que en realidad nunca fuimos.
Teorías conspiratorias al margen, en el fondo es una pregunta de calado, porque casi cuarenta y ocho años después de la Apolo 17 -última misión tripulada que se posó en la Luna– la historia de la conquista espacial no es la que nos prometieron. No veraneamos en el Mar de la Tranquilidad, no existen bases permanentes en la Luna, y lo último que se ha posado en nuestro satélite con éxito ha sido una misión no tripulada china en 2019, pero, de momento, ni rastro de una nueva huella humana.
En realidad, la pregunta no es tanto por qué no hemos vuelto, sino cómo fuimos capaces de hacerlo en 1969. Visto en retrospectiva, el programa Apolo fue una aventura fuera de su tiempo, motivada por el contexto de guerra fría de aquellos años, en el que llegar a la Luna antes que los comunistas soviéticos se convirtió en una cuestión de estado. Basta que tu enemigo quiera algo, para que pongas todo el empeño en lograrlo antes, cueste lo que cueste. Pasó con el desarrollo de la bomba atómica y está pasando actualmente con la fabricación de cierta vacuna. La llegada a la Luna fue un “sujétame el cubata” geopolítico en toda regla. En palabras de John Logsdon, que fue Director del Space Policy Institute en la Universidad de George Washington, “el programa Apolo no iba sobre ir a la Luna, iba sobre demostrar el liderazgo tecnológico de Estados Unidos”.
Y el liderazgo se demuestra con (mucho) dinero. En concreto, una inyección a la NASA de cerca de 26000 millones de dólares desde 1969 hasta 1973, con periodos donde la agencia americana se llevaba cerca del 5% del gasto público americano. Un gasto insostenible a largo plazo para cualquier nación. Actualmente, el presupuesto de la NASA apenas alcanza el 0.4% del presupuesto nacional americano, muy lejos de los 135000 millones de dólares en los que se estima el coste de un nuevo paseo por nuestro satélite. Y, aunque ha habido intentos por relanzar el sueño lunar, como el programa Constellation -impulsado por la administración Bush y posteriormente cancelado por el presidente Obama-, nunca se ha repetido el interés político y sobre todo el empuje económico de aquella década espacial.
Ahora bien, ¿merece la pena volver a la Luna? Claro que sí. Una base lunar permanente puede ser el punto intermedio necesario para misiones más lejanas, como el viaje a Marte; puede ser un lugar excepcional para la instalación de telescopios o para sistemas de comunicación; o “simplemente”, para mantener la presencia humana en el espacio, algo que a día de hoy solo se da en la Estación Espacial Internacional.
La administración Trump ha vuelto a poner el foco en nuestra compañera en el Sistema Solar. La nueva misión de la NASA lleva el nombre de Artemisa, la hermana gemela de Apolo, y aunque el vicepresidente Mike Pence aseguró que “la primera mujer y el próximo hombre en la Luna serán astronautas estadounidenses, lanzados por cohetes estadounidenses desde suelo estadounidense”, es complicado creer que una misión a la Luna no pase por el concurso de otras naciones y sobre todo por la participación de empresas privadas como SpaceX y Blue Origin.
Pero entre pandemias y emergencias climáticas, el gran reto no será ni tecnológico ni financiero, sino lograr volver a ilusionar a todo un planeta como se hizo aquel julio de 1969. En 2018 se hizo una encuesta entre la población americana y un 43% no consideraban que volver fuera una prioridad, mientras que un 19,2% defendía que bastaría con enviar robots (curiosamente, un 63% veía en Marte un destino prioritario, y un 91% que lo fundamental era escudriñar el cielo en busca de asteroides “asesinos”). Mientras los chicos y chicas sueñen con ser youtubers y no astronautas, lo más parecido a regresar a nuestro satélite será volver a contratar a un cineasta, aunque Kubrick ya no podrá rodar la segunda parte.