revista de divulgación del Instituto de Astrofísica de Andalucía

Reportaje

Las mujeres de la Luna

REFLEJOS DE LA HUMANIDAD EN NUESTRO SATÉLITE
Por Fernando Ballesteros (Observatori Astronòmic, UV)

Durante una estancia del profesor Daniel Altschuler en la Universidad de Valencia en 2012, auspiciada por la cátedra UNESCO, estuvimos un buen día conversando sobre los cráteres de la Luna y sobre el origen de sus nombres. Nos figuramos que en muchos casos las historias detrás de esas personas cuyo nombre bautizaba un cráter deberían ser interesantísimas. Si no, ¿cómo habría acabado su nombre en la geografía lunar? Involucrados como estamos ambos en la divulgación científica decidimos indagar un poco sobre el tema. Tal vez merecería la pena escribir un libro al respecto; pero ¿cómo elegir entre los casi mil seiscientos cráteres en nuestro satélite que honran a un personaje histórico? Sería casi imposible (y aburridísimo probablemente) hacer un libro sobre todos ellos. ¿Elegimos por tanto las personalidades más extravagantes, o las personas más desconocidas, o tal vez aquellas que han contribuido más a la ciencia…?
Realmente hizo falta poca investigación. Conforme nombres y más nombres de cráteres pasaban ante nuestros ojos, pronto vimos que algo no encajaba: ¿dónde estaban las mujeres? Todos los nombres que veíamos eran de varón, y costó cierto esfuerzo encontrar a la primera mujer en el listado. Cuando terminamos nuestra estadística, el tema de nuestro libro estaba claro. Solamente había veintiocho cráteres nombrados en honor a un personaje histórico femenino.
Bueno, hay algunos otros nombres femeninos en la Luna: unos pocos provienen de la mitología, como Artemisa, pero en muchos casos no honran a nadie en particular, como el cráter Ann, el cráter Carol, el cráter Grace, etc… así hasta treinta y siete nombres genéricos femeninos que no se refieren a ningún personaje histórico sino que se pusieron ahí, “de relleno”, lo cual vuelve más irritante todo el asunto.

Por ello sentimos que un libro para dar a conocer esta injusta desigualdad y de paso honrar a aquellas mujeres que, pese a todo, lograron obtener este reconocimiento, era obligado. Más cuando todavía existe esa desigualdad en muchos campos de la ciencia. En la introducción de Las mujeres de la Luna comentamos que en la Edad Media reinaba la idea aristotélica de que la Luna era una esfera perfecta y pulida, por ser parte del mundo supralunar. Al propio Aristóteles o a alguno de sus discípulos se suele atribuir la genialidad de que, si la Luna era lisa e inmaculada, pero veíamos claramente máculas en ella, probablemente lo que se estaba viendo era el reflejo de los continentes de la Tierra. Hubo de hecho toda una corriente de cartógrafos que intentaron hacer coincidir los mapas que describían las tierras conocidas con las manchas sobre la Luna. Huelga decir que tuvieron poco éxito, pese a que hubo imaginativos intentos. Por supuesto, la llegada de un nuevo instrumento, el telescopio, lo cambió todo. Galileo, al observar a través de este instrumento nuestro satélite, vio un orbe que distaba de ser liso y pulido. Por el contrario, la Luna mostraba montañas y valles, terrenos de diferente coloración. Ningún reflejo. Aquella “esfera” era un mundo por derecho propio, y que eventualmente podría ser visitado.
Sin embargo, en cierta forma sí que había algo de razón en esa idea aristotélica, pues la Luna de hecho refleja algo de la Tierra: en la nomenclatura de sus cráteres se reflejan facetas de la historia humana.

Lo que refleja la luna

La primera es meramente estadística: la distribución geográfica de los nombrados refleja una característica del desarrollo histórico de nuestra civilización, el predominio de Europa y más recientemente de Estados Unidos en las áreas científicas y técnicas. Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Rusia, Italia y Grecia, en orden decreciente, suman juntas mil trescientos noventa cráteres. Solo hay ocho de Sudamérica y Centroamérica (cinco argentinos, dos brasileños y uno colombiano), ocho españoles (de personajes posteriores al mil cuatrocientos; hay además otros ocho hispanoárabes y dos hispanorromanos) y solo uno de África moderna (Max Theiler).
La Luna también refleja por otro lado la inteligencia humana, que ha permitido descifrar su historia, estudiarla en gran detalle e incluso caminar sobre su superficie. Y también la estupidez de aquellos que creen cosas respecto a la Luna que no son ciertas, como que nunca caminamos sobre su superficie.
Por último, de los mil quinientos noventa y cuatro cráteres lunares nombrados en honor a personajes históricos (desde Abbe a Zwicky) solamente treinta y uno honran en la actualidad a alguna mujer (desde 2013, año en que acabamos el texto de la primera edición de nuestro libro hasta la actualidad, este colectivo ha aumentado en la friolera de tres nuevas mujeres –ya incluidas en la tercera edición del libro). La Luna refleja así también lo que fue, y en muchas sociedades aún es, una visión negativa de la mujer, un menosprecio a media humanidad que nos cuesta mucho como civilización. Un ejemplo bastará para ilustrar la situación: hay un cráter Curie en honor a Pierre Curie (físico premio Nobel de 1903), y uno Sklodowska en honor a Marie Curie (premio Nobel de física en 1903 y de química en 1911), casada con Pierre. Hay también un cráter Joliot-Curie. Se trata de uno oficialmente nombrado por la UAI en 1961 en honor a Frédéric Joliot-Curie, esposo de Irène Joliot-Curie, hija de Marie Curie, por lo cual Irène no pertenece a las mujeres de la Luna. En 1935 ambos recibieron el Premio Nobel de Química en reconocimiento de la síntesis de nuevos elementos radiactivos. No conocemos la razón de la exclusión de Irène.
Como decía más arriba, sigue habiendo aún un importante sesgo en numerosos campos de la ciencia. Por ejemplo, solamente cincuenta y tres de los novecientos cuarenta y tres premios Nobel otorgados hasta 2019 fueron otorgados a mujeres (un 6%;); esta cifra baja al 3% si nos restringimos a disciplinas científicas, y en concreto por áreas: medicina el 5.5%, química el 2.7% y física el 1.4%. Otras estadísticas son igualmente desoladoras: en España, el número de catedráticas en 1986 era del 8%, que subió al 14% en 2005 y en la actualidad roza el 20%, una cifra que, aunque ha mejorado, es muy baja. En astronomía las cosas van ligeramente mejor, por decir algo, pues el porcentaje de mujeres astrónomas profesionales roza el 30%. Sigue sin ser suficiente.
Hay varias causas que refuerzan este sesgo, y se ha hablado de ellas largamente en otros artículos, así que aquí me permitiré dar algunas pinceladas. Por ejemplo, en parejas donde ambos son científicos, cuando al varón le surge un puesto de investigador, es ella la que le suele seguir a él, a costa de su propia carrera. O, por ejemplo, la escasez de modelos de referencia de científicas (tanto para las jovencitas como –no lo olvidemos– para los jovencitos), que normalice ver a las mujeres trabajando en este campo. O, por ejemplo, los prejuicios (conscientes o inconscientes) de que una mujer no será tan buena en ciencias (el efecto John-Jennifer). El grupo de mujeres de la Luna brinda así al lector una oportunidad de meditar acerca de todo esto, y a nosotros nos brindó la posibilidad de relatar la fascinante vida de estas mujeres, hoy mayormente desconocidas. ¿Quiénes eran?

Las mujeres de la luna

Las mujeres de la Luna forman un grupo ecléctico, no siguen criterio discernible alguno, abarcando una amplia gama histórica, científica y geográfica. Nombres conocidos como el de Marie Curie se unen a otros completamente desconocidos. Muchas fueron verdaderas gigantes intelectuales que triunfaron a pesar de todo, que recordamos porque se opusieron tenazmente contra viento y marea a las normas y prejuicios de su época, actuando de manera similar a Rosa Parks (1913-2005), que el 1 de diciembre de 1955 se negó a ceder su asiento a un pasajero blanco en Montgomery, Alabama. Solo dos de ellas recibieron lo que se considera el más prestigioso premio científico: el Nobel. Pero todas sobresalieron de alguna manera y por algo están allí, en la Luna. Todas tienen algo que contar.
Encontramos así historias como la de Hipatia de Alejandría, con su trágico final que, no obstante, nos enseña cuán avanzado estaba realmente el sistema científico durante el periodo helenístico (recomiendo aquí también la lectura de un notable libro: La rivoluzione dimenticata). O la de Nicole Lepaute (s. XVIII), de familia bien situada y a cuya existencia debe su nombre la flor hortensia. Colaboradora habitual de Lalande, ambos calcularon junto con Clairaut durante seis meses cuándo sería el siguiente paso del cometa Halley, teniendo en cuenta las perturbaciones producidas por los planetas; un cálculo que resultó correcto con precisión de un mes; aunque Clairaut omitió el nombre de Nicole en la publicación final del trabajo (hay que decir en honor de Lalande que esto provocó su enfado y que rompiera relaciones con Clairaut).
Hay historias casi desconocidas, como la de las escurridizas astrónomas Louise Jenkins o Mary Adela Blagg (esta última una de las principales autoras de la actual nomenclatura lunar). O la de las filántropas y mecenas Anne Sheepshanks y Catherine Wolfe Bruce, de las que apenas sabemos nada más allá de lo que dicen sus obituarios, y para las que nos resultó imposible incluso encontrar una fotografía. E historias de amor fascinantes, como la del matrimonio Bok, dignas del mejor guionista de Hollywood.
Hay también historias deslumbrantes como la breve e intensa vida de la matemática y aventurera Sofía Kovalévskaya, que se casó con un amigo (en un matrimonio concertado) para poder tener independencia e irse a Heidelberg a estudiar matemáticas (como oyente; no se le permitió matricularse). Con todo, su habilidad pronto se hizo patente y, tras una serie de pruebas, Weierstrass se convirtió en su mentor. En una época revolucionaria, Sofía alternó las matemáticas con el activismo político, en parte por la negativa de numerosas universidades a ofrecerle una plaza. Finalmente, por mediación de Gösta Mittag-Leffler (un famoso matemático que era al mismo tiempo un notable defensor de las mujeres científicas) obtuvo una plaza de prueba en la Universidad de Estocolmo; al año siguiente se convertía en la primera catedrática en una universidad del norte de Europa.
A las calculadoras de Harvard le debe la Luna nada menos que cuatro cráteres: Williamina Paton Fleming, Annie Jump Canon, Antonia Maury y Henrietta Leavitt. Junto con el resto del “harén de Pickering”, este grupo de mujeres reformó y modernizó la astronomía, a pesar del tedioso trabajo rutinario con el que tenían que lidiar en el observatorio. Una de ellas, Leavitt, incluso rozó el premio Nobel, pero lamentablemente cuando Gösta Mittag-Leffler quiso nominarla para este premio, Henrietta ya había fallecido.
Otras vidas fueron marcadas por la desgracia. Tal es el caso de dos mujeres solo conocidas por algunos especialistas, como Emmy Noether en matemática o Lise Meitner en física. Sus vidas fueron paralelas en muchos sentidos, relegadas y repudiadas por el Tercer Reich por el delito de ser mujeres y judías. Las injurias que sufrieron y las peripecias que tuvieron que pasar para escapar del régimen nazi nada tienen que envidiar a películas como Cortina rasgada. También la desgracia marcó a otro grupo de mujeres: Judith Resnik, Sharon McAuliffe, Kalpana Chawla y Laurel Blair, todas ellas astronautas muertas a bordo de un transbordador espacial (las dos primeras en la explosión del Challenger y las dos últimas en la catástrofe del Columbia).
De todas las mujeres de la Luna, solamente una vive a día de hoy: Valentina Tereshkova, la primera mujer en orbitar la Tierra (nada menos que cuarenta y ocho veces), en 1963.

Poca representación femenina

¿Qué tienen en común todas estas mujeres, si es que tienen algo? ¿Cuáles son las características que hay que reunir para acabar dando nombre a un cráter? En realidad, pocas coincidencias podemos encontrar en este dispar conjunto. El único factor común que encontramos es que todas ellas tuvieron relación directa o indirecta con la ciencia (si bien parece que ser astrónoma de cultura angloamericana haga las cosas más fáciles). La mayor parte del grupo nació entre 1723 y 1896, y llama la atención que  el 60% nunca se casó. Con todo, más que lo que puedan tener en común, lo que más destaca es su número: son muy pocas.

Se puede intentar explicar el hecho de que solamente treinta y uno de los cráteres lunares lleven nombre de mujeres como consecuencia del acontecer histórico y los prejuicios sociales. Pero la Luna no refleja el hecho de que un número importante de mujeres (a pesar de todo) han contribuido a la empresa científica. Basta mirar en el Notable Women Scientists en el cual encontramos unas quinientas mujeres de todo el mundo que fueron seleccionadas por sus contribuciones, o el más extenso The Biographical Dictionary of Women in Science, con unas dos mil quinientas entradas, para entender que no se trata de una escasez de mujeres que se hayan distinguido en la ciencia.
Sorprendentemente, las cosas no cambiaron con la fundación de la Unión Astronómica Internacional (UAI). En el momento de escribir esto hay mil quinientos noventa y cuatro cráteres con nombre propio aprobados por la UAI. De ellos, quinientos sesenta y siete fueron aprobados en 1935, y corresponden a los compilados por Mary Adela Blagg y Karl Müller, es decir, eran los nombres ya usados con anterioridad a la creación de la UAI. En aquel listado de quinientos sesenta y siete nombres solo aparecen diez mujeres (lo que supone el 1,7%). Tras la creación de la UAI y hasta hoy, se han añadido mil veintisiete nuevos nombres más a esa lista (de ellos, en torno a la mitad —quinientos quince nombres— lo fueron en 1970). Pero de esos mil veintisiete, solo veintiuno corresponden a las mujeres cuyas vidas hemos esbozado aquí, con lo que se mantiene un porcentaje casi idéntico: un 2% del total.
Es cierto que la UAI, encargada de la nomenclatura astronómica, les ha reservado todo un gueto, perdón, planeta: en Venus, los cráteres mayores de veinte kilómetros de diámetro honran a “mujeres fallecidas que hayan contribuido a su campo de forma significativa o fundamental”, y los otros accidentes geográficos (montañas, valles, planicies, etc.), se reservan para diosas y heroínas mitológicas. Los ochocientos noventa y ocho cráteres nombrados van desde Frances Abington (1737-1815, artista inglesa), pasando por Joliot-Curie –un cráter de noventa y un kilómetros de diámetro que honra a Irène–, hasta Lidiya Zvereva  (1890-1916, aviadora rusa).

Otros planetas y cuerpos menores del Sistema Solar tienen sus propios protocolos de nomenclatura. Así, para el asteroide Eros, los cráteres se nombran con “nombres mitológicos y legendarios de carácter erótico” (Madame Bovary, Casanova, Lolita, Mahal). Para Marte, los cráteres mayores de sesenta kilómetros se reservan para “científicos fallecidos que hayan contribuido significativamente al estudio de Marte, y a escritores y otros que hayan contribuido a la tradición marciana” (por cierto, en Marte encontramos mayor carestía de mujeres; solo hay tres, y las tres del siglo XX: Sklodowska por Marie Curie, Renaudot por una astrónoma francesa especialista en Marte, y Sytinskaya por una astrónoma soviética que trabajó en varias sondas robóticas a Venus y Marte). Para Plutón, de cuya sorprendente superficie hemos obtenido recientemente imágenes con la llegada de la nave New Horizons de la NASA, los cráteres se nombrarán por “científicos e ingenieros asociados con Plutón y el Cinturón de Kuiper” mientras que las faculae (manchas brillantes), maculae (manchas oscuras), y sulci (surcos y crestas) se nombrarán por “dioses, diosas y otros seres asociados con el Inframundo, provenientes de la mitología, el folclore y la literatura”. Y así sucesivamente.
Pero no es lo mismo tener un cráter en la Luna que uno en otro astro, aunque este sea uno de los más cercanos a la Tierra, como Marte o Venus. La superficie de la Luna es accesible a la vista y sus cráteres y otros accidentes geográficos son visibles hasta con un modesto telescopio. Es preferible un cráter de un kilómetro (aproximadamente lo más pequeño que se puede distinguir desde la tierra con un telescopio) sobre la cara visible de la Luna a uno de cien kilómetros en otro astro. Se estima que hay sobre trescientos mil cráteres lunares de ese tamaño. Hay, por tanto, suficientes para ponernos al día y corregir esta injusticia histórica. Si en palabras de la primera persona en la Luna, Neil Armstrong, “vinimos en paz en nombre de toda la humanidad”, entonces la humanidad está pobremente representada, no solo por las mujeres sino por todos aquellos que viven por debajo del ecuador terrestre.
Poner nombres a los cráteres lunares es un proceso lento, gestionado por la UAI, donde un Grupo de Tareas de Nomenclatura Lunar, compuesto actualmente por nueve miembros de varios países, revisa las propuestas de denominación. Cualquier científico puede sugerir que el Grupo de Tareas considere un nombre específico, pero no hay garantía de que el nombre sea aceptado. En el caso de la Luna, los cráteres se bautizan por científicos y exploradores polares fallecidos que hayan hecho contribuciones destacadas o fundamentales a su campo, y por astronautas muertos en acto de servicio. Los cosmonautas rusos difuntos son conmemorados por cráteres en y alrededor del Mare Moscoviense. Los astronautas americanos fallecidos son conmemorados por cráteres en y alrededor del cráter Apolo. En el futuro se proveerán ubicaciones apropiadas para otras naciones que operen en el espacio si también sufren víctimas fatales. Las personas a las que se puede honrar con el nombre de un cráter deben haber fallecido hace al menos tres años. En general no se les dará nombre a cráteres o características menores de cien kilómetros, aunque se pueden hacer excepciones para características de interés científico excepcional. Y, donde sea apropiado, se apoyará firmemente una selección equitativa de nombres de grupos étnicos, países y género (sic). Los nombres con el visto bueno de este Grupo de Tareas son finalmente enviados por su presidente al Grupo de Trabajo de Nomenclatura del Sistema Planetario. Tras pasar con éxito la votación del Grupo de Trabajo, los nombres se consideran aprobados como nomenclatura oficial de la UAI, y se pueden usar en mapas y en publicaciones. La UAI tiene un formulario de solicitud de nombres “para uso de los miembros de la comunidad científica profesional” y deseamos alentar su uso. Así que si tiene algún nombre de mujer en la cabeza que cumpla los criterios del listado anterior, este es su formulario:
https://planetarynames.wr.usgs.gov/FeatureNameRequest