- El Moby Dick de...
revista de divulgación del Instituto de Astrofísica de Andalucía
EL VOLCÁN DALLOL
Mi trayectoria profesional nació bifurcada. Mientras, profesionalmente, me dedicaba al periodismo científico, labor que desarrollo en el Instituto de Astrofísica de Andalucía, mis intereses no remunerados me condujeron hacia el dibujo y la pintura. La ciencia y los pinceles no compartían espacio, y siempre los contemplé como dos actividades independientes. Tras escribir mucho sobre ciencia, sobre todo reportajes, notas de prensa y algún libro, y dibujar y pintar mucho, con exposiciones y algún libro también, me ofrecieron la oportunidad de viajar al volcán Dallol, en Etiopía, a lomos de una expedición geológica. Fui como dibujante, con el compromiso, liviano como el aire, de que de ahí emergiera algo bello. Pero Dallol y su entorno constituyen, además de la colección de paisajes más hermosa concebible, un crisol desde donde podían brotar relatos sobre nuestros ancestros, sobre las montañas, sobre el origen de la vida o sobre el modo de vida más austero, el de los pastores nómadas del desierto. Y ahí, en el volcán, mis largamente separadas actividades tomaron un camino único de manera natural: mientras dibujaba Dallol, la idea de que también había que contarlo iba solidificando. Además, para que el relato fuera completo había que ir con todo: textos grandes y pequeños, ciencia y humanidades, dibujo y fotografía.
La colección de paisajes perfecta
La belleza de Dallol no se ciñe únicamente al sistema hidrotermal que alberga su cráter y que crea un paisaje de piscinas de colores y especies minerales difícil de digerir. Un encuadre algo más amplio ofrece una experiencia poco común, y por varias razones.
Dallol se halla en la depresión de Danakil, al norte del triángulo de Afar, una región desértica rodeada de cordilleras donde, literalmente, el suelo se rompe. En el triángulo de Afar comienza el Rift de África Oriental, una fractura producida por la separación de dos placas tectónicas, la africana y la somalí, que se extiende casi cinco mil kilómetros desde Yibuti hasta Mozambique. Allí la corteza terrestre es excepcionalmente delgada y el magma se afana en abrirse camino a través de fisuras y volcanes, y ocurren fenómenos extraordinarios, como la apertura, en pocos días en 2015, de una grieta de medio kilómetro de longitud y sesenta metros de profundidad. El Rift de África Oriental constituye la línea de puntos por la que, se cree, se desgajará el cuerno de África y donde se formará un nuevo mar, y se trata del único lugar en el planeta donde podemos observar el proceso en la superficie.
Además de su interés geológico, la grieta africana también representa un enclave fundamental para la paleoantropología. La formación del Rift produjo las condiciones idóneas para la conservación de restos óseos, entre ellas una gran cantidad de sedimentos y de ceniza volcánica, y los numerosos hallazgos de especies posiblemente emparentadas con el Homo Sapiens llevaron a considerar la región como la cuna de la humanidad. Enfocando, de nuevo, en el triángulo de Afar, encontramos los yacimientos donde descansaban varios de los ejemplares de primates bípedos que nos han permitido establecer una genealogía de nuestra especie, entre ellas Lucy y Ardi, las representantes más famosas de los Australopitecus Afarensis y los Australopitecus Ramidus. Preciosas individuas que ya caminaban erguidas, pero que conservaban, sobre todo Ardi, la agilidad para moverse entre los árboles.
Este triángulo, una de las zonas habitadas más cálidas del planeta, guarda más peculiaridades aún, y retomamos aquí el camino hacia Dallol.
A la depresión de Danakil se llega atravesando una cota ajena, la del nivel del mar. Algo que en realidad es habitual, porque mirar el mar con el agua por las rodillas nos sitúa a medio metro bajo el nivel del mar, pero en Danakil hablamos de hasta ciento veinte metros. Además, bajo la áspera superficie de la depresión se hallan enterrados entre uno y dos kilómetros de sal. Hace miles de años este desierto salino era un brazo del Mar Rojo, que se cerró debido a la actividad volcánica. La sal fue cristalizando y acumulándose al evaporarse el agua, y hoy forma un salar de unos 120 kilómetros de longitud por 30 de anchura. Nada crece allí, ni hierbas buenas ni malas y, a excepción de los vencejos, unas nubecillas de mosquitos diminutos que nos picoteaban los días sin viento y un zorro que visitó el campamento de madrugada, los pocos animales que vimos estaban muertos.
Además, se trata de un suelo apenas explorado. Danakil se halla a pocos kilómetros de la frontera entre Etiopía y Eritrea, y esa línea divisoria ha estado vedada durante décadas por los conflictos armados. Los pocos artículos científicos sobre la región datan de los últimos diez años, a excepción de algún estudio minero que buscaba extraer azufre o potasas del subsuelo.
A la cima de Dallol, ese volcán mínimo que forma parte de una extensa cadena volcánica, nos conducen los afar, una etnia de pastores nómadas que beben agua salada y se orientan por las planicies salinas como si hubiera algo que solo ellos reconocen como camino. Su vida, en ese entorno árido, se sustenta en costumbres ancestrales y en su convivencia con los dromedarios, verdaderas obras maestras de la adaptación al calor y a la falta de agua.
Los afar ascienden en chanclas por el suelo roto mientras nosotros dudamos cada cinco pasos, y esperan pacientes cada vez que nos paramos a mirar con arrobo un metro cuadrado de suelo. Pero, claro, ¡qué suelo! Las maravillas se suceden y los superlativos no alcanzan. La cima alberga un paisaje que sobrepasa todo lo que pueda imaginarse, en color y en forma. La interacción del magma subterráneo con la sal y el agua ha generado en Dallol un sistema hidrotermal que combina temperaturas extremas (108 grados), hipersalinidad e hiperacidez con altas concentraciones de hierro y carencia de oxígeno. Los manantiales de salmueras ácidas construyen un paisaje de terrazas de sal y piscinas que, al oxidarse, despliegan un repertorio cromático que evoluciona desde el blanco y el verde lima a los amarillos, rojos y marrones.
También crece allí una asombrosa variedad de estructuras minerales complejas, desde pilares de varios metros de altura a formaciones de menor tamaño que recuerdan a nenúfares, tulipanes, flores, perlas o plumas, todos ellos de sal.
Dallol es uno de los pocos ambientes poliextremos conocidos y resulta único además porque, a diferencia de otros sistemas hidrotermales, como Yellowstone, allí los colores parecen deberse únicamente a procesos minerales. Y porque, muy posiblemente, sus aguas niegan el criterio general que afirma que la existencia de agua líquida implica, necesariamente, la de organismos vivos. En Dallol todo parece bullir de vida y, curiosamente, todo es inorgánico.
Pero no se trata solo del cráter. El lienzo completo abarca también la propia montaña, que al oeste se agrieta y rompe formando cañones, así como varios lagos: dos con nombre propio, el burbujeante Lago Amarillo (o Gada Ale) y el viscoso Lago Negro, y otros lagos de aguas rosadas y pardas de formación reciente (allí los lagos pueden surgir de un día para otro). También una fuente de bischofita, un material extraño que emerge tan blanco que reverdece y con consistencia de vela derretida pero que, con el tiempo, se convierte en polvo, tiñe el suelo de naranja y suena como la nieve. Y, claro, kilómetros y kilómetros de desierto de sal.
Un cuadro extraño, bello hasta el dolor y posiblemente efímero: por lo visto, Dallol entró en erupción pero el magma no llegó a emerger. Pero su ubicación en el Rift, en la grieta africana, apunta a que la actividad aumentará, y una futura erupción de magma borrará este pequeño volcán de colores imposibles.
Ay, esta última frase duele un poco.
La expedición
Llevaba años insistiendo a Juanma García Ruiz, investigador del Instituto Andaluz de Ciencias de la Tierra, para que me llevara a una de sus expediciones, y cuando me llamó para exclamar, con mucho énfasis, “¡tienes que venir a Dallol!”, vi las gacelas y los guepardos alejarse por las grandes llanuras (otro de los destinos posibles era Kenia). Ocuparon su lugar el calor sofocante de Dallol, los colores de las piscinas y las formas del jardín mineral que me describía con emoción. Yo no sabía muy bien de qué hablaba pero dije que sí, claro, sí, que para algo es el monosílabo claro, el sencillo .
Un mes y medio después iba en una furgoneta camino al aeropuerto de Madrid con mis compañeros de expedición, cargados con unas maletas pintorescas y un exceso de equipaje difícil de encajar en la ventanilla de la aerolínea. Nos esperaban dos vuelos, a Adís Abeba y de ahí a Mekele, y unas seis horas de coche hasta llegar a Dallol, cuyo agrietado flanco suroeste se convirtió en nuestro hogar durante una semana.
El hogar. Estuve semanas enseñando a todos mis amigos la localización exacta del campamento en imágenes de satélite: dentro de un cañón, en una montaña parda, en un desierto de sal, en una grieta continental. También estudié lo que pude sobre geología, sobre el origen de la vida y sobre el proyecto Prometheus, en el que se enmarcaba la expedición y que explora el papel de la autoorganización mineral en la Tierra primitiva y su posible influencia en el origen de la vida. También sobre rocas y minerales, sobre el triángulo de Afar, sus habitantes y sus volcanes… Así, llegué a Dallol con un cacao considerable y un entusiasmo infinito.
Los días allí volaron entre ascensos de madrugada a la pequeña montaña, visitas a lagos, risas por lo sucios que íbamos y lo malitos que estábamos por el calor, botellas de agua, toma de muestras y fotografías y la sensación permanente de estar en un lugar excepcional. Vivimos en el volcán seis días y nunca llegué a acostumbrarme al paisaje, a normalizarlo. Allí no sabes qué hacer con tu cuerpo… es como cuando intentas explicar algo difícil y manoteas a ver si los gestos ayudan. En Dallol parece que es el cerebro el que está todo el rato manoteando perplejo.
A la vuelta, sin embargo, tuve que aparcar Dallol y se acomodó en mi cabeza la idea de que iba a ser muy difícil trasladarlo al papel. “¡Hacen falta hasta mapas! –anoté por ahí–. Pero solo tengo que ver los vídeos de la cámara pequeñita. Son malos, pero a ratos se para el viento y se escucha ese silencio de montaña pequeña lejos de todo, y las pisadas sobre suelos que suenan a nieve, a migas de pan o a cristales rotos, y sigo la cámara acercándose a las fuentes termales y el cuerpo retrocede sorprendido por las salpicaduras y el borboteo. Y si sigo viendo vídeos ya mi ánimo comienza a elevarse casi por cuenta propia y percibo que ya estoy dentro de esa sensación limpia de comienzo de rotring y pincel. Va a ser muy difícil. Hay que ordenar mucho y yo soy de armario revuelto, pero hay que contar Dallol”.
Y de ahí emergió Expedición al volcán de sal, un libro que relata un síndrome de Stendhal constante ante la ballena más bella imaginable.
Expedición al volcán de Sal, editoral Almuzara, 2021.
Licenciada en Periodismo y Bellas Artes, coordina la oficina de prensa del Instituto de Astrofísica de Andalucía desde 2002. Ha publicado artículos en numerosos medios y desarrollado actividades de divulgación en casi todos los formatos posibles. Tras publicar el libro ilustrado “Galápagos. Las islas que caminan”, fue invitada a una expedición al volcán Dallol (Etiopía), de la que surgió un libro, “Expedición al volcán de sal”, que combina ciencia, ilustración y relato de viajes.